LA PERSONA Y LO SAGRADO (Simone Weil)

Escritos de Londres. (1942)
LA PERSONA Y LO SAGRADO
COLECTIVIDAD—PERSONA—IMPERSONAL—DERECHO—JUSTICIA
Simone Weil
“Usted no me interesa”. Esta es una frase que un hombre no puede dirigir a otro hombre sin cometer crueldad y herir la justicia.
“Su persona no me interesa”. Esta frase puede tener lugar en una conversación afectuosa entre amigos próximos, sin herir lo que de más delicadamente receloso hay en la amistad.
Por lo mismo diremos sin rebajarnos: “Mi persona no cuenta”, pero no: “Yo no cuento”.
Es la prueba de que el vocabulario de la moderna corriente de pensamiento llamada personalismo es erróneo. Y en este dominio, donde hay un error grave de vocabulario, es difícil que no haya error grave de pensamiento.
En cada hombre hay algo sagrado. Pero no es su persona. Tampoco es la persona humana. Es él, ese hombre, simplemente.
Ahí va un transeúnte por la calle, tiene los brazos largos, los ojos azules, un espíritu por los que pasan pensamientos que ignoro, pero que quizá sean mediocres.
Ni su persona, ni la persona humana en él, es lo que para mí es sagrado. Es él. Él por entero. Los brazos, los ojos, los pensamientos, todo. No atentaré contra ninguna de esas cosas sin escrúpulos infinitos.
Si la persona humana fuera en él lo que hay de sagrada para mí, podría fácilmente sacarle los ojos. Una vez ciego, sería una persona humana exactamente igual que antes. No habría tocado en absoluto la persona humana en él. Solo habría destrozado sus ojos.
Es imposible definir el respeto a la persona humana. No solo es imposible de definir con palabras. Muchas nociones luminosas están en el mismo caso. Pero esta noción tampoco puede ser concebida; no puede ser definida, delimitada mediante una operación muda del pensamiento.
Tomar como regla de la moral pública una noción imposible de definir y de concebir es dar paso a toda clase de tiranía.
La noción de derecho, lanzada a través del mundo en 1789, ha sido, a causa de su insuficiencia interna, impotente para ejercer la función que se le confiaba.
Amalgamar dos nociones insuficientes, hablando de los derechos de la persona humana, tampoco nos llevará muy lejos.
¿Qué es lo que exactamente me impide sacarle los ojos a ese hombre, si tengo licencia para ello y además me divierte?
Aun cuando me resulte enteramente sagrado, no me resulta sagrado bajo cualquier tipo de relación, bajo cualquier circunstancia. No me resulta sagrado en tanto sus brazos son largos, en tanto sus ojos son azules, en tanto sus pensamientos son mediocres. Tampoco, si fuera duque, en tanto duque. Tampoco, si fuera trapero, en tanto trapero. Ninguna de todas esas cosas retendría mi mano.
Lo que la retendría es saber que si alguien le saca los ojos, se le desgarraría el alma al pensar que se le hace daño.
Desde la más tierna infancia y hasta la tumba hay, en el fondo del corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se le haga el bien y no el mal. Ante todo es eso lo que es sagrado en cualquier ser humano.
El bien es la única fuente de lo sagrado. Únicamente es sagrado el bien y lo que está relacionado con el bien.
Esa parte profunda, infantil, del corazón, que espera siempre el bien, no es la que está en juego en la reivindicación. El niño que vigila celosamente si a su hermano le han dado un trozo de pastel un poco más grande que a él cede a un móvil que proviene de una parte mucho más superficial del alma. La palabra justicia tiene dos significados muy diferentes, que tienen relación con esas dos partes del alma. Solo la primera importa.
Cada vez que surge, desde el fondo del corazón humano, el lamento infantil que Cristo mismo no pudo contener: “¿Por qué se me hace daño?”, hay ciertamente injusticia. Pues si, tal como sucede a menudo, tan solo es el efecto de un error, entonces la injusticia consiste en la insuficiencia de la explicación.
Los que inflingen los golpes que provocan ese grito ceden a móviles diferentes según caracteres y momentos. Algunos encuentran, en algunos momentos, voluptuosidad en ese grito. Muchos ignoran que ha sido proferido. Pues se trata de un grito silencioso que suena solamente en el secreto del corazón.
Estos dos estados del espíritu se encuentran mucho más cercanos de lo que pudiera parecer. El segundo es tan sólo un modo debilitado del primero. Complace mantener esa ignorancia porque halaga y porque contiene también voluptuosidad. No existen más límites a nuestras voluntades que las necesidades de la materia y la existencia de los demás seres humanos alrededor nuestro. Cualquier ampliación imaginaria de esos límites es voluptuosa, y así hay voluptuosidad en todo lo que hace olvidar la realidad de los obstáculos. Esa es la razón que explica que los grandes cataclismos, como la guerra y la guerra civil, que vacían las existencias humanas de realidad y parecen hacer de ellas marionetas, son tan embriagadores. Asimismo es la razón de que la esclavitud sea tan agradable a los amos.
En los que han sufrido demasiados golpes, como los esclavos, esa parte del corazón a la que el mal infligido hace gritar de sorpresa parece muerta. Pero jamás lo está del todo. Tan sólo ya no puede gritar. Se mantiene en un estado de gemido sordo e ininterrumpido.
Pero incluso en quienes el poder del grito está intacto, ese grito no consigue expresarse hacia dentro ni hacia fuera con palabras seguidas. Lo que sucede a menudo es que las palabras que intentan traducirlo suenan completamente falsas.
Ello es tanto más inevitable cuanto que aquellos que más a menudo tienen ocasión de sentir que se les hace un daño son los que menos saben hablar. Nada más horroroso, por ejemplo, que ver en un tribunal a un desgraciado balbucear ante un magistrado que lanza ocurrencias graciosas en un lenguaje elegante.
A excepción de la inteligencia, la única facultad humana verdaderamente interesada en la libertad pública de expresión es esa parte del corazón que grita contra el mal. Pero como no sabe expresarse, la libertad es poca cosa para ella. Primero se requiere que la educación pública sea tal que le proporcione, en la mayor medida posible, medios de expresión. Después se requiere un régimen, para la expresión pública de las opiniones, que esté menos definido por la libertad que por una atmósfera de silencio y de atención en la que ese grito débil y torpe pueda hacerse oír. Finalmente se requiere un sistema de instituciones que, en la mayor medida posible, ponga en las funciones de mando a los hombres capaces y deseosos de oírlo y entenderlo.
Está claro que un partido ocupado en la conquista o la conservación del poder del gobierno tan solo discierne, en esos gritos ruido. Reaccionará de manera diferente si ese grito molesta el de su propia propaganda o por el contrario lo refuerza. Pero en ningún caso es capaz de una atención tierna y adivinadora que pudiera discernir su significado.
Lo mismo puede decirse, aunque en grado menor, de las organizaciones que por contagio imitan a los partidos, esto es, en la vida pública dominada por el juego de los partidos, de todas las organizaciones, incluidos, por ejemplo, los sindicatos y también las iglesias.
Por supuesto que los partidos y organizaciones similares son igualmente ajenos a los escrúpulos de la inteligencia.
Cuando la libertad de expresión se circunscribe de hecho a la libertad de propaganda para las organizaciones de ese tipo, las únicas partes del alma humana que merecen expresarse no son libres como para hacerlo. O bien lo son en un grado infinitesimal, apenas algo más que en el sistema totalitario.
Ahora bien, así sucede en una democracia en la que el juego de los partidos regula la distribución del poder, es decir, en lo que nosotros, franceses, hemos llamado hasta ahora democracia. Pues no conocemos otra. Es por tanto preciso inventar otra cosa.
El mismo criterio, aplicado de manera análoga a cualquier institución pública, puede conducir a conclusiones igualmente manifiestas.
La persona no es lo que proporciona este criterio. El grito de dolorosa sorpresa que infligir un mal suscita en el fondo del alma no es algo personal. No basta atentar contra la persona y sus deseos para hacerlo brotar. Brota siempre a causa de la sensación de un contacto con la injusticia a través del dolor. Constituye siempre, tanto en el último de los hombres como en Cristo, una protesta impersonal.
Muy a menudo también se alzan gritos de protesta personal, pero estos no tienen importancia; se puede provocar tantos como se quiera sin violar nada sagrado.
Lo que es sagrado, lejos de ser la persona, es lo que en un ser humano es impersonal.
Todo lo que en un hombre es impersonal es sagrado, y solo eso.
En nuestra época, en la que los escritores y los científicos han usurpado de manera un tanto extraña el lugar de los sacerdotes, el público reconoce, con una complacencia que no está de ningún modo fundada en la razón, que las facultades artísticas y científicas son sagradas. Generalmente se considera que esto es evidente, aunque está lejos de serlo. Cuando se piensa que hay que dar un motivo, se alega que el juego de esas facultades se encuentra entre las formas más altas de realización de la persona humana.
A menudo, en efecto, solo es eso. En ese caso, es fácil darse cuenta de lo que vale y de lo que ocasiona.
Ocasiona actitudes hacia la vida tales como aquella, tan común en nuestro siglo, expresada en la horrible frase de Blake: “Más vale ahogar a un bebé en su cuna que conservar en sí un deseo no satisfecho”. O tales como aquella que dio a la luz la concepción del acto gratuito. Ocasiona una ciencia en la que se reconocen todas las especies posibles de normas, de criterios y de valores, excepto la verdad.
El canto gregoriano, las iglesias románicas, la Ilíada, la invención de la geometría no fueron ocasiones de realización para los seres a través de los cuales esas cosas pasaron hasta llegar a nosotros.
La ciencia, el arte, la literatura, la filosofía, que tan solo son formas de realización de la persona, constituyen un dominio en el que se llevan a cabo logros espectaculares, gloriosos, que hacen vivir algunos nombres durante miles de años. Pero por encima de ese dominio, separado de él como por un abismo, existe otro en el que están situadas las cosas de primer orden. Esas son esencialmente anónimas.
Es puro azar que el nombre de los que allí han penetrado se conserve o se haya perdido; incluso cuando se ha conservado, han entrado en el anonimato. Su persona ha desaparecido.
La verdad y la belleza habitan ese dominio de las cosas impersonales y anónimas. Es él el que es sagrado. El otro no lo es, o si lo es, es solo como podría serlo una mancha de color que, en un cuadro, representara una hostia.
Lo que es sagrado en la ciencia es la verdad. Lo que es sagrado en el arte es la belleza. La verdad y la belleza son impersonales. Todo esto es demasiado evidente.
Si un niño hace una suma, y si se equivoca, el error lleva la marca de su persona. Si procede de manera perfectamente correcta está ausente de toda la operación.
La perfección es impersonal. La persona en nosotros es la parte del error y del pecado en nosotros. Todo el esfuerzo de los místicos se ha dirigido siempre a obtener que deje de existir en su alma alguna parte que diga “yo”.
Pero la parte del alma que dice “nosotros” es aún más peligrosa.
El tránsito a lo impersonal sólo se opera mediante una atención de una cualidad rara y que solo es posible en la soledad. No solo la soledad de hecho, sin la soledad moral. No se lleva a cabo jamás en quien se piensa a sí mismo como miembro de una colectividad, como parte de un “nosotros”.
Los hombres en colectividad no tienen acceso a lo impersonal, ni siquiera en sus formas inferiores. Un grupo de seres humanos ni siquiera puede hacer una suma. Una suma se opera en un espíritu que olvida momentáneamente que existe algún otro espíritu.
Lo personal se opone a lo impersonal, pero existe un tránsito de lo uno a lo otro. No hay tránsito de lo colectivo a lo impersonal. Es preciso que primero se disuelva una colectividad en personas separadas para que la entrada a lo impersonal sea posible.
Solamente en este sentido la persona participa algo más de lo sagrado que la colectividad.
No solo la colectividad es ajena a lo sagrado, sino que desorienta proporcionando una falsa imitación.
El error que atribuye a una colectividad un carácter sagrado es idolatría; en cualquier tiempo, en cualquier país, es el crimen más extendido. Aquel a cuyos ojos tan solo cuenta la realización de la persona ha perdido completamente el sentido mismo de lo sagrado. Es difícil saber cuál de los dos errores es el peor. A menudo se combinan en el mismo espíritu en dosis diversas. Peor el segundo error tiene bastante menos energía y duración que el primero.
Desde un punto de vista espiritual, la lucha entre la Alemania de 1940 y la Francia de 1940 era principalmente una lucha no entre la barbarie y la civilización, no entre el mal y el bien, sino entre el primer y segundo error. La victoria del primero no sorprende; el primero es en sí mismo más fuerte.
La subordinación de la persona a la colectividad no es un escándalo; es un hecho del orden de los hechos mecánicos, como la del gramo al kilogramo sobre una balanza. La persona es de hecho mucho más sumisa con la colectividad, incluso en cuanto a lo que se llama su realización.
Por ejemplo, son precisamente los artistas y escritores que están más inclinados a mirar su arte como realización de su persona los que de hecho están más sometidos a los gustos del público. Hugo no encontraba ninguna dificultad en conciliar el culto de sí y el papel de “eco sonoro”. Ejemplos como Wilde, Gide o los surrealistas todavía son más claros. Los científicos situados en ese mismo nivel son asimismo serviles con la moda, es más poderosa sobre la ciencia que sobre la forma de los sombreros. La opinión colectiva de los especialistas es casi soberana sobre cada uno de ellos.
Siendo como es la persona, sumisa de hecho y por la naturaleza de las cosas a lo colectivo, no existe derecho natural con respecto a ella.
Se dice con razón que la antigüedad no tenía noción del respeto debido a la persona. Pensaba con demasiada claridad como para adoptar una concepción tan confusa.
El ser humano no escapa a lo colectivo más que elevándose por encima de lo personal para penetrar en lo impersonal. En ese momento hay algo en él, una parcela de su alma, sobre la que nada de lo colectivo puede ejercer su influencia. Si puede enraizarse en el bien impersonal, es decir, si puede llegar a ser capaz de extraer de ello una energía, entonces todas las veces que piense que es su obligación, podrá dirigir contra cualquier colectividad una fuerza ciertamente pequeña pero real, sin apoyarse en ninguna otra cosa.
Hay ocasiones en las que una fuerza casi infinitesimal es decisiva. Una colectividad es mucho más fuerte que un hombre solo; pero para existir, toda colectividad necesita operaciones, entre las cuales la suma es el ejemplo elemental, que solo se llevan a cabo en un espíritu en estado de soledad.
Esta necesidad hace posible una influencia de lo impersonal sobre lo colectivo, si tan solo se supiera estudiar un método para usarla.
Cada uno de los que han penetrado en el dominio de lo impersonal encuentra allí una responsabilidad respecto a todos los seres humanos. La de proteger en ellos no la persona, sino todo lo que de frágiles posibilidades de tránsito a lo impersonal encierra la persona.
Es a esos, en primer lugar, a los que debe dirigirse la llamada al respeto hacia el carácter sagrado de los seres humanos. Pues para que una llamada tal exista, es preciso que se dirija a seres susceptibles de oírla.
Resulta inútil explicarle a una colectividad que en cada una de las unidades que la componen hay algo que no debe violar. En primer lugar una colectividad no es alguien a no ser por ficción; no tiene existencia a no ser abstracta; hablarle es una operación ficticia. Y después, si fuera alguien, sería alguien que solo estaría dispuesto a respetarse a sí mismo.
Además, el peligro más grande no es la tendencia de lo colectivo a comprimir a la persona, sino la tendencia de la persona a precipitarse, a ahogarse en lo colectivo. O quizá el primer peligro no es sino el aspecto aparente y engañoso del segundo.
Si es inútil decirle a la colectividad que la persona es sagrada, igualmente es inútil decirle a la persona que ella misma es sagrada. No puede creerlo. No se siente sagrada. La causa que impide que la persona se sienta sagrada es que, efectivamente, no lo es.
Si hay seres cuya conciencia ofrece otro testimonio, a quienes su propia persona les da un cierto sentimiento de lo sagrado que creen poder, por generalización, atribuir a cualquier persona, son víctimas de una ilusión doble.
Lo que experimentan no es el sentimiento de lo sagrado auténtico sino esa falsa imitación que produce lo colectivo. Si lo experimentan en cuanto a su propia persona es porque su persona forma parte del prestigio colectivo de la consideración social en la que ella se asienta.
De esta manera, por error, creen poder generalizar. Aun cuando esta generalización errónea proceda de un movimiento generoso, no puede tener bastante virtud como para que a sus ojos la materia humana anónima cese realmente de ser materia humana anónima. Pero es difícil que tengan la ocasión de darse cuenta, pues no mantiene ningún contacto con ella.
En el hombre, la persona es algo desamparado, que tiene frío, que corre buscando refugio y calor.
Eso lo ignoran aquellos para quienes está—o espera estar—cálidamente envuelta de consideración social.
Esa es la razón de que la filosofía personalista haya nacido y se haya extendido no en medios populares sino entre los escritores que, debido a su profesión,  poseen o esperan adquirir un nombre y una reputación.
Las relaciones entre la colectividad y la persona deben ser establecidas con el único objetivo de apartar lo que es susceptible de impedir el crecimiento y la germinación misteriosa de la parte impersonal del alma.
Para ello, es preciso que alrededor de cada persona haya espacio, un grado libre de disposición del tiempo, posibilidades para el tránsito hacia grados de atención cada vez más elevados, soledad, silencio. Igualmente, es preciso que esté en ambiente cálido, para que el desamparo no la constriña a ahogarse en lo colectivo.
Si tal es el bien, parece difícil ir mucho más lejos, en el sentido del mal, de lo que ya ha ido la sociedad moderna, democrática. Sobre todo, una fábrica moderna no está quizá tan lejos del límite del horror. Allí a todo ser humano se le hostiga continuamente, voluntades ajenas lo molestan, y al mismo tiempo el alma está en el frío, el desamparo y el abandono. El hombre precisa un silencio cálido, y se le da un tumulto glacial.
El trabajo físico, aun siendo un esfuerzo, no es por sí mismo una degradación. No es arte; no es ciencia; pero es algo que posee un valor absolutamente igual al del arte y la ciencia. Pues procura una posibilidad igual para acceder a una forma impersonal de la atención.
Sacarle los ojos a Watteau adolescente y obligarle a empujar una rueda de molino no habría sido un crimen más grande que poner a trabajar en cadena o pagarle a destajo a un muchachito que tuviera vocación para este tipo de trabajo. Lo único que sucede es que esta vocación, en contra de la del pintor, no es discernible.
Exactamente en la misma medida que el arte y la ciencia, aunque de manera diferente, el trabajo físico es un cierto contacto con la realidad, con la verdad, la belleza de este universo, y con la sabiduría eterna de su disposición.
Por ello envilecer el trabajo es un sacrilegio, exactamente en el sentido en que pisotear una hostia es un sacrilegio.
Si los que trabajan lo sintieran, si sintieran que, por el hecho de ser víctima, en cierto sentido también son los cómplices, su resistencia tomaría un impulso diferente del que les proporciona el pensamiento de su persona y de su derecho. No sería una reivindicación; sería un alzamiento de todo el ser por completo, feroz y desesperado, como el de una chica a quien se quisiera forzar a entrar en la prostitución; y al mismo tiempo sería un grito de esperanza surgido del fondo del corazón.
Ese sentimiento sí que habita en ellos, pero tan inarticulado que es indiscernible para ellos mismos. Los profesionales de la palabra son bastante incapaces de darle expresión.
Cuando se les habla de su propia suerte, generalmente se elige hablarles de salarios. Ellos, bajo la fatiga que los abruma y que convierte en dolor cualquier esfuerzo de atención, acogen con alivio la fácil claridad de las cifras.
De esta manera olvidan que el objeto con el que se comercia, del que se quejan que se les fuerce a venderlo a la baja, del que se les niega un precio justo, no es sino su alma.
Imaginemos que el diablo está comprando el alma de un desgraciado y que alguien, apiadándose del desgraciado, interviniera en el debate y le dijera al diablo: “Es vergonzoso que usted le ofrezca ese precio; el objeto vale por lo menos el doble”.
Esa farsa siniestra es la que ha representado el movimiento obrero, con sus sindicatos, sus partidos, sus intelectuales de izquierda.
Ese espíritu comercial ya estaba implícito en la noción de derecho que las gentes de 1789 tuvieron la imprudencia de poner en el centro de la llamada que quisieron gritar a la cara del mundo. Era, por adelantado, destruir su virtud.
La noción de derecho está vinculada a la de reparto, intercambio, cantidad. Tiene algo de comercial. Evoca por sí misma el proceso, el alegato. El derecho sólo se sostiene mediante un tono de reivindicación; y cuando se adopta ese tono, es que la fuerza no está lejos, detrás de él, para confirmarlo, o sin eso es ridículo.
Hay cantidad de nociones, situadas todas ellas en la misma categoría, que son totalmente ajenas, por sí mismas, a lo sobrenatural y, sin embargo, están un poco por encima de la fuerza bruta. Todas ellas están relacionadas con las costumbres del animal colectivo, por emplear el lenguaje de Platón, cuando este conserva algunas huellas de una domesticación impuesta por la operación sobrenatural de la gracia. Cuando no reciben continuamente una renovación de existencia de una renovación de esa operación, cuando son tan solo supervivencias, se encuentran sujetas por necesidad al capricho del animal.
Las nociones de derecho, persona, democracia están en esta categoría. Bernanos tuvo el coraje de decir que la democracia no opone ninguna defensa frente a los dictadores. La persona está sometida por naturaleza a la colectividad. El derecho depende por naturaleza de la fuerza. Las mentiras y los errores que velan estas verdades son extremadamente peligrosos porque impiden recurrir a lo único que sustrae a la fuerza y que preserva de la fuerza; esto es otra fuerza, la que irradia el espíritu. La materia pesada solo es capaz de subir contra la gravedad en las plantas, mediante la energía del sol que el verde de las hojas ha capturado y que opera en la savia. La gravedad y la muerte se apoderarán progresiva, pero inexorablemente, de la planta privada de luz.
Entre esas mentiras se encuentra la del derecho natural, lanzada por el materialista siglo XVIII. No por Rousseau, que era un espíritu lúcido, poderoso y de inspiración verdaderamente cristiana, sino por Diderot y el círculo de la Enciclopedia.
La noción de derecho nos viene de Roma y, como todo lo que viene de la antigua Roma, que es la mujer llena de nombres de blasfemia a la que se refiere el Apocalipsis, es pagana y no bautizable. Los romanos, que comprendieron, como Hitler, que la fuerza solo consigue la plenitud de la eficacia revestida de algunas ideas, emplearon para ello la noción de derecho. Se presta a ello estupendamente. Se acusa a la Alemania moderna de despreciarla. Pero la utilizó hasta la saciedad en sus reivindicaciones de nación proletaria. Cierto es que a quienes subyuga no les reconoce más derecho que el de obedecer. La antigua Roma tampoco.
Alabar a la antigua Roma por habernos legado la noción de derecho es particularmente escandaloso. Ya que si se quiere examinar lo que en ella era esta noción en el momento de su aparición, para mejor discernir de qué clase es, podemos ver que la propiedad se definía por el derecho del uso y abuso. Y de hecho, la mayoría de las cosas sobre las que el propietario tenía derecho de uso y abuso eran seres humanos.
Los griegos no tenían la noción de derecho. No tenían palabras para expresarlo. Se contentaban con el nombre de la justicia.
Se trata de una singular confusión, la de asimilar la ley no escrita de Antígona al derecho natural. A los ojos de Creonte, en lo que hacía Antígona no había absolutamente nada natural. Juzgaba que estaba loca.
No somos nosotros los que podríamos decir que se equivocaba, nosotros que, en este momento, pensamos, hablamos y actuamos exactamente igual que él. Se puede verificar remitiéndose al texto.
Antígona le dice a Creonte: “No es Zeus el que ha publicado esa orden; no es la compañera de las divinidades del otro mundo, la Justicia, la que ha establecido semejantes leyes entre los hombres”. Creonte intenta convencerla de que sus órdenes eran justas; la acusa de haber ultrajado a uno de sus hermanos honrando al otro, ya que de esa manera el mismo honor le ha sido otorgado al impío y al fiel, al que ha muerto intentado destruir a su propia patria y al que ha muerto por defenderla.
Ella dice: “No obstante, el otro mundo pide leyes iguales”. Él objeta con sentido común: “Pero no hay reparto igual, ya se trate del valiente o del traidor”. A ella solo se le ocurre esta respuesta absurda: “¿Quién sabe si, en el otro mundo, eso es legítimo?”.
La observación de Creonte es totalmente razonable: “Pero jamás un enemigo, ni siquiera muerto, es una amigo”. Pero la pequeña necia responde: “He nacido para tomar parte no del odio sino del amor”.
A continuación Creonte, cada vez más razonable: “Entonces vete al otro mundo, y ya que tienes que amar, ama a los que allí permanecen”.
En efecto, ese era su verdadero puesto. Pues la ley no escrita a la que obedecía esta pequeña, lejos de tener nada que ver con el derecho o con algo natural, no era ni más ni menos que el amor extremo, absurdo, que llevó a Cristo hasta la cruz.
La Justicia, compañera de las divinidades del otro mundo, ordena ese exceso de amor. Ningún derecho lo ordenaría. El derecho no tiene vínculo directo con el amor.
Del mismo modo que la noción de derecho es ajena al espíritu griego, también lo es a la inspiración cristiana, allí donde es pura, no mezclada de herencia romana, o hebrea, o aristotélica. No es imaginable san Francisco de Asís hablando de derecho.
Si se le dice a alguien capaz de escuchar: “Lo que usted me hace no es justo”, se puede golpear y despertar, allí donde nace, al espíritu de atención y amor. No sucede lo mismo con palabras como: “Tengo derecho a…”, “usted no tiene derecho a…”; encierran una guerra latente y despiertan un espíritu de guerra. La noción de derecho, puesta en el centro de los conflictos sociales, hace imposible, desde todos los ángulos cualquier matiz de caridad.
Es imposible, cuando de ella se hace un uso casi exclusivo, permanecer con la vista fija sobre el verdadero problema. Un campesino, sobre el que presiona indiscretamente un comprador, en un mercado, para que le venda sus pollos a un precio moderado, puede muy bien responder: “Tengo derecho a quedarme con mis pollos, si no se me ofrece un precio lo suficientemente bueno”. Pero una jovencita, a la que por la fuerza se la intenta meter en un prostíbulo, no hablará de sus derechos. En tal situación, esa palabra parecería ridícula de tan insuficiente.
Por eso el drama social, que es análogo a la segunda situación, se ha presentado falsamente, por el uso de esa palabra, como análogo al primero.
El uso de la palabra ha hecho, de lo que habría tenido que ser un grito surgido del fondo de las entrañas, un agrio griterío de reivindicación, sin pureza ni eficacia.
La noción de derecho arrastra con ella, por el hecho mismo de su mediocridad,  la de persona, ya que el derecho tiene que ver con las cosas personales. Está situado en ese nivel.
Al añadir a la palabra derecho la de persona, lo que implica el derecho de la persona a eso que se nombra como realización, se haría un mal más grave si cabe. El grito de los oprimidos descendería todavía más abajo que el tono de reivindicación, adoptaría el de la envidia.
Pues la persona solo se realiza cuando el prestigio social la infla; su realización es un privilegio social. Esto no se les dice a las masas cuando se les habla de los derechos de la persona, se les dice lo contrario. Las masas no disponen de un poder de análisis suficiente como para reconocerlo claramente por sí mismas; pero lo sienten, su experiencia cotidiana les da la certeza de que es así.
Para las masas no puede ser un motivo de rechazar esa consigna. En nuestra época de inteligencia oscurecida no hay ninguna dificultad en reclamar para todos una parte igual en los privilegios, en las cosas que por esencia son privilegios. Es una especie de reivindicación a la vez absurda y baja: absurda, porque el privilegio por definición es desigual; baja, porque no vale como para ser deseado.
Pero la categoría de los hombres que formulan tanto reivindicaciones como cualquier otra cosa, que tienen el monopolio del lenguaje, es una categoría de privilegiados. No son ellos los que dirán que el privilegio no merece ser deseado. No lo piensan. Pero sobre todo sería indecente de su parte.
Muchas verdades indispensables y que salvarían a los hombres no se dicen por causas de este tipo; los que podrían decirlas no pueden formularlas, los que podrían formularlas no pueden decirlas. El remedio a este mal sería uno de los problemas urgentes de una verdadera política.
En una sociedad inestable los privilegiados tienen mala conciencia. Unos la esconden con aire desafiante y dicen a las masas: “Es del todo conveniente que no tengáis privilegios y yo sí”. Otros les dicen con benevolencia: “Reclamo para todos vosotros una parte igual en los privilegios que poseo”.
La primera actitud es odiosa. La segunda carece de sentido común. También es demasiado fácil.
Una y otra aguijonean al pueblo para que corra por la vía del mal, para que se aleje de su único y verdadero bien, que no está en sus manos, pero que, en cierto sentido, le es muy próximo. Se encuentra mucho más cerca de un bien auténtico, que sería fuente de belleza, de verdad, de gozo y de plenitud, que aquellos que le conceden su piedad. Pero no encontrándose en ello y no sabiendo cómo llegar, todo ocurre como si estuviera infinitamente lejos. Los que hablan en su lugar, o le hablan, son igualmente incapaces de comprender tanto el desamparo en el que está como la plenitud del bien que casi está a su alcance. Y a él le resulta indispensable ser comprendido.
La desgracia en sí misma es inarticulada. Los desgraciados suplican silenciosamente que se les proporcione palabras para expresarse. Hay épocas en las que no se les concede. Hay otras en las que se les proporciona palabras, pero mal escogidas, ya que quienes las escogen son ajenos a la desgracia que interpretan.
Muy a menudo están lejos de la desgracia por el lugar en el que les han puesto las circunstancias. Pero incluso si están cerca, o si se han encontrado dentro de un período de sus vidas, incluso reciente, no obstante son ajenos porque se han vuelto ajenos tan pronto como han podido.
Al pensamiento le repugna pensar la desgracia tanto como a la carne viva le repugna la muerte. La ofrenda voluntaria de un ciervo adelantándose paso a paso para ofrecerse a los dientes de una jauría es más o menos posible en el mismo grado que un acto de atención dirigido hacia una desgracia real y próxima por parte de un espíritu que tiene la facultad de dispensárselo.
Lo que, siendo indispensable para el bien, es imposible por naturaleza, siempre es posible sobrenaturalmente.
El bien sobrenatural no es una especie de suplemento del bien natural, de lo que algunos, con la ayuda de Aristóteles, querrían persuadirnos para nuestra mayor comodidad. Sería agradable que así fuera, pero no lo es. En todos los problemas punzantes de la existencia humana, solo hay elección entre el bien sobrenatural y el mal.
Poner en boca de los desgraciados palabras que pertenecen a la región mediana de los valores, tales como democracia, derecho o persona, es hacerles un presente que no es susceptible de aportarles ningún bien y que les hace inevitablemente mucho mal.
Esas nociones no tienen su lugar en el cielo, están suspendidas en el aire y, por esta misma razón, son incapaces de morder la tierra.
Solo la luz que cae continuamente del cielo le proporciona a un árbol la energía que hunde profundamente en la tierra las poderosas raíces. En verdad, el árbol está enraizado en el cielo.
Solo lo que viene del cielo es susceptible de imprimir realmente una marca sobre la tierra.
Si se quiere armar eficazmente a los desgraciados, solo hay que poner en sus bocas palabras cuya morada propia se encuentra en el cielo, en el otro mundo. No hay que temer que sea imposible. La desgracia dispone al alma a recibir ávidamente, a beber todo lo que venga de aquel lugar. Son los proveedores y no los consumidores los que faltan para este tipo de productos.
El criterio para la elección de las palabras es fácil de reconocer y emplear. Los desgraciados, inundados por el mal, aspiran al bien. Solo hay que darles palabras que expresan únicamente el bien, el bien en estado puro. Diferenciarlas es fácil. Las palabras a las que se les puede añadir algo que designe un mal son ajenas al bien puro. Se está expresando una reprobación cuando se dice: “Pone por delante su persona”. La persona es, por tanto, ajena al bien. Se puede hablar de un abuso de la democracia. La democracia es, por tanto, ajena al bien. La posesión de un derecho implica la posibilidad de hacer con él un buen uso o un mal uso. El derecho es, por tanto, ajeno al bien. Por el contrario, cumplir con una obligación es un bien, en todas partes. La verdad, la belleza, la justicia, la compasión son bienes siempre, en todas partes.
Para estar seguro de decir lo que hay que decir, basta ceñirse, cuando se trata de las aspiraciones de los desgraciados, a las palabras y a las frases que expresan siempre, en todas partes, en todas las circunstancias, únicamente bien.
Es uno de los dos únicos servicios que se les puede hacer con las palabras. El otro consiste en encontrar palabras que expresen la verdad de su desgracia; que, a través de circunstancias exteriores, hagan perceptible el grito lanzado siempre en silencio: “¿Por qué se me hace daño?”.
Para ello no deben confiar en hombres de talento, personalidades, celebridades, ni siquiera en hombres geniales en el sentido en el que normalmente se emplea la palabra genio, cuyo uso confunde con el de talento. Solo pueden confiar en genios de primer orden, el poeta de la Ilíada, Esquilo, Sófocles, Shakespeare, tal como era cuando escribió Lear, Racine tal como era cuando escribió Fedra. No es que sean muchos.
Pero hay cantidad de seres humanos que, habiendo sido mal o mediocremente dotados por la naturaleza, parecen infinitamente inferiores no solo a Homero, Esquilo, Sófocles, Shakespeare, Racine, sino también a Virgilio, Corneille, Hugo; y que, sin embargo, viven en el reino de los bienes impersonales en el que estos últimos no han penetrado.
Un idiota de pueblo, en el sentido literal de la palabra, que ama realmente la verdad, aun cuando tan solo emitiera balbuceos, es en cuanto al pensamiento infinitamente superior a Aristóteles. Está infinitamente más próximo a Platón de lo que Aristóteles lo haya estado nunca. Es un genio, mientras que a Aristóteles solo le conviene la palabra talento. Si un hada le propusiera cambiar su suerte por un destino análogo al de Aristóteles, lo sabio, por su parte, sería rechazarlo sin dudar. Pero de todo eso no sabe nada. Nadie se lo ha dicho. Todo el mundo le dice lo contrario. Hay que decírselo. Hay que alentar a los idiotas, a la gente sin talento, a la gente de talento mediocre o apenas superior a la media y que son genios. No hay que temer que se vuelvan orgullosos. El amor a la verdad siempre está acompañado de humildad. El genio real no es más que la virtud sobrenatural de la humildad en el dominio del pensamiento.
En lugar de alentar el florecimiento de talentos, como se proponía en 1789, hay que tener cariño y ser cálidos hacia el crecimiento del genio, con ternura y con respeto, ya que únicamente los héroes realmente puros, los santos y los genios pueden socorrer a los desgraciados. Entre ambos, la gente de talento, de inteligencia, de energía, de carácter, de fuerte personalidad hacen pantalla e impiden la ayuda. No hay que hacer ningún mal a la pantalla, pero suavemente hay que echarla a un lado, intentando que se dé cuenta lo menos posible. Y hay que romper la pantalla mucho más peligrosa de lo colectivo, suprimiendo toda la parte de nuestras instituciones y nuestras costumbres en la que habita una forma cualquiera del espíritu de partido. Ni las personalidades ni los partidos conceden jamás audiencia a la verdad ni a la desgracia.
Hay alianza natural entre la verdad y la desgracia, porque una y otra son suplicantes mudos, eternamente condenados a permanecer sin voz ante nosotros.
Del mismo modo que un vagabundo, acusado ante el tribunal por haber cogido una zanahoria de un campo, está plantado ante el juez que, cómodamente sentado, desgrana elegantemente preguntas, comentarios y bromas, mientras que el otro consigue apenas balbucear, así también está plantada la verdad ante una inteligencia ocupada en establecer elegantemente opiniones.
El lenguaje, incluso en el hombre que aparentemente calla, siempre es el que formula opiniones. La facultad natural llamada inteligencia tiene que ver con las opiniones y con el lenguaje. El lenguaje enuncia relaciones. Pero enuncia pocas, porque se desarrolla en el tiempo. Si es confuso, vago, poco riguroso, sin orden, si el espíritu que lo emite o que lo escucha tiene una débil capacidad de mantener un pensamiento presente en el espíritu, está vacío o casi vacío de todo el contenido real de relaciones. Si es perfectamente claro, preciso, riguroso, ordenado; si, habiendo concebido una idea, se dirige a un espíritu capaz de conservarla presente mientras concibe otra, de conservar estas dos presentes mientras concibe una tercera, y así sucesivamente; en ese caso, el lenguaje puede ser rico en relaciones.
Pero como toda riqueza, esta riqueza relativa es una miseria atroz, comparada con la única perfección deseable.
Incluso en el mejor de los casos, un espíritu encerrado en el lenguaje está en prisión. Su límite es la cantidad de relaciones que las palabras pueden hacer presentes a su espíritu al mismo tiempo. Permanece ignorante de los pensamientos que implican la combinación de un número de relaciones más grande; esos pensamientos están fuera del lenguaje, no formulables, aun cuando sean perfectamente rigurosos y claros y aun cuando cada una de las relaciones que los componen sea expresable en palabras perfectamente precisas. De esta manera el espíritu se mueve en un espacio cerrado de verdad parcial, que por otra parte puede ser más o menos grande, sin ni siquiera poder jamás lanzar una mirada sobre lo que está afuera.
Si un espíritu cautivo ignora su propio cautiverio, vive en el error. Si lo ha reconocido, aunque sea por una décima de segundo, y se ha apresurado a olvidarlo, vive en la mentira. Hombres de inteligencia extremadamente brillante pueden nacer, vivir y morir en el error y la mentira. En estos la inteligencia no es un bien, ni siquiera una ventaja. La diferencia entre hombres más o menos inteligentes es como la diferencia entre criminales condenados a la cárcel de por vida, cuyas celdas fueran más o menos grandes. Un hombre inteligente y orgulloso de su inteligencia se parece a un condenado que se sintiera orgulloso de una celda grande.
Un espíritu que siente su cautiverio querría disimulárselo. Pero si tiene horror a la mentira, no lo hará. Tendrá, entonces, que sufrir mucho. Se golpeará contra el muro hasta desvanecerse; se despertará, mirará el muro con temor, después, un día, volverá a la carga y se desvanecerá de nuevo; y así continuamente, sin fin, sin ninguna esperanza. Un día se despertará al otro lado del muro.
Quizá todavía está cautivo, solo que en un cuadro más espacioso. ¿Qué más da? En lo sucesivo, posee la clave, el secreto que hace caer todos los muros. Se encuentra más allá de lo que los hombres llaman inteligencia, se encuentra ahí donde comienza la sabiduría.
Cualquier espíritu encerrado en el lenguaje es solo capaz de opiniones. Cualquier espíritu que ha llegado a ser capaz de captar pensamientos inexpresables por la multitud de relaciones combinadas, aunque más rigurosos y luminosos que los que expresa el lenguaje más preciso, cualquier espíritu que ha llegado a ese punto vive ya en la verdad. La certeza y la fe sin sombra le pertenecen. E importa poco que en e origen haya tenido poca o mucha inteligencia, que haya estado en una celda estrecha o amplia. Lo único que importa es que, habiendo llegado al extremo de su propia inteligencia, fuera cual fuese, ha pasado más allá. Un idiota de pueblo está tan cerca de la verdad como un niño prodigio. Tanto el uno como el otro están separados de ella por una muralla. No se entra en la verdad sin haber pasado antes por el propio anonadamiento, sin haber vivido durante mucho tiempo en un estado de total y extrema humillación.
Es el mismo obstáculo que se opone al conocimiento de la desdicha. Del mismo modo que la verdad es algo distinto de la opinión, así la desgracia es algo distinto del sufrimiento. La desgracia es un mecanismo para triturar el alma; el hombre que se encuentra así capturado es como un obrero atrapado por los dientes de una máquina. No es más que una cosa desgarrada y sanguinolenta.
El grado y la naturaleza del sufrimiento que constituye en sentido propio una desgracia difieren mucho según los seres humanos. Depende sobre todo de la cantidad de energía vital que se posee en el punto inicial y de la actitud adoptada ante el sufrimiento.
El pensamiento humano no puede reconocer la realidad de la desgracia. Si alguien reconoce la realidad de la desgracia, debe decirse: “Un juego de circunstancias que no controlo puede arrebatarme cualquier cosa en cualquier instante, incluso todas aquellas cosas que son tan mías que las considero como si fuera yo mismo. Nada hay en mí que no pueda perder. Un azar puede en cualquier momento abolir lo que soy y poner en su lugar cualquier cosa vil y miserable”.
Pensar eso con toda el alma es tener la experiencia de la nada. Es el estado de extrema y total humillación que también es la condición de tránsito a la verdad. Es una muerte del alma. Por eso el espectáculo de la desgracia desnuda causa en el alma la misma retracción que la proximidad de la muerte causa en la carne.
Se piensa en los muertos con piedad cuando se les evoca solo con el espíritu, o cuando se camina sobre las tumbas, o cuando se los ve convenientemente dispuestos sobre una cama. Pero la visión de ciertos cadáveres, que está como arrojados en un campo de batalla, con aspecto a la vez siniestro y grotesco, causa horror. La muerte aparece desnuda, no vestida, y la carne se estremece.
La desgracia, cuando la distancia material o moral permite verla solo de una manera vaga, confusa, sin distinguirla del simple sufrimiento, inspira a las almas generosas una tierna piedad. Pero cuando un juego cualquiera de circunstancias hace que repentinamente en algún lugar se revele desnuda, como si fuera algo que destruye, una mutilación o una lepra del alma, nos estremecemos y retrocedemos. Y los propios desgraciados experimentan el mismo estremecimiento de horror ante sí mismos.
Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla. Ponerse en el lugar de un ser cuya alma está mutilada por la desgracia o en peligro inminente de serlo es anonadar la propia alma. Es más difícil de lo que el suicidio lo sería para un niño contento de vivir. Por ello a los desgraciados no se les escucha. Están en el estado en que se encontraría alguien a quien se le hubiera cortado la lengua y hubiera olvidado momentáneamente su lesión. Sus labios se agitan y ningún sonido llega a nuestros oídos. De ellos mismos se apodera rápidamente la impotencia en el uso del lenguaje, a causa de la certeza de no ser oídos.
Por este motivo no hay esperanza para el vagabundo en pie ante el magistrado. Si a través de sus balbuceos sale algo desgarrador, que taladra el alma, no será oído por el magistrado ni por el público. Es un grito mudo. Y los desgraciados entre sí son casi siempre igual de sordos unos con otros. Y cada desgraciado, bajo la coacción de la indiferencia general, intenta por medio de la mentira o la inconsciencia volverse sordo consigo mismo.
Solo la operación sobrenatural de la gracia hace que el alma pase a través de su propio anonadamiento hasta el lugar en el que se cosecha esa especie de atención, que es la única que permite estar atento a la verdad y a la desgracia. Es la misma para los dos objetos. Es una atención intensa, pura, sin móvil, gratuita, generosa. Y esa atención es amor.
En la medida en que la desgracia y la verdad tienen necesidad, para ser oídas, de la misma atención, el espíritu de la justicia y el espíritu de la verdad son una misma cosa. El espíritu de la justicia y de la verdad no es más que una cierta especie de atención, que es puro amor.
Debido a una disposición eterna de la Providencia, todo lo que un hombre produce en cualquier ámbito, cuando el espíritu de la justicia y de la verdad lo domina, está revestido de una  belleza resplandeciente.
La belleza es el misterio supremo aquí abajo. Es algo resplandeciente que solicita la atención, pero no le proporciona ningún móvil para perdurar. La belleza promete siempre y no da jamás nada; suscita un hambre, pero en ella no hay alimento para la parte del alma que intenta aquí abajo saciarse; solo tiene alimento para la parte del alma que mira. Suscita el deseo, y hace sentir claramente que en ella no hay nada que desear, ya que se quiere ante todo que nada en ella cambie. Si no se buscan recursos para salir del delicioso tormento que inflige, el deseo poco a poco se transforma en amor, y se forma un germen de la facultad gratuita y pura.
Cuanto más resplandeciente es la desgracia, más soberanamente, hermosa es la expresión de la desgracia. Se puede poner como ejemplos, incluso en siglos recientes, Phèdre, l’Ècole des femmes, Lear, los poemas de Villon, pero más aún las tragedias de Esquilo y Sófocles; y aún más la Ilíada, el Libro de Job, ciertos poemas populares; y aun más los relatos de la Pasión en los Evangelios. La belleza resplandeciente se extiende sobre la desgracia gracias a la luz del espíritu de la justicia y el amor, lo único que permite que el pensamiento humano mire y reproduzca la desgracia tal como es.
Igualmente, cada vez que un fragmento de verdad inexpresable pasa a las palabras que, sin poder contener la verdad que las ha inspirado, tienen con ella una correspondencia tan perfecta a causa de su disposición que proporcionan un soporte a cualquier espíritu deseoso de encontrarla, cada vez que las cosas suceden así, la belleza resplandeciente se extiende sobre las palabras.
Todo lo que procede del amor puro está iluminado por la belleza resplandeciente.
La belleza es sensible, aun cuando muy confusamente y mezclada con muchas falsas imitaciones, en el interior de la celda en la que todo pensamiento humano está en principio aprisionado. La verdad y la justicia imposibilitadas de expresarse no pueden esperar ningún otro socorro que no provenga de ella. Tampoco tiene lenguaje; no habla; no dice nada. Pero tiene voz para llamar. Llama y muestra la justicia y la verdad que no tienen voz. Como un perro que ladra para hacer que la gente se acerque a su amo que yace inanimado sobre la nieve.
Justicia, verdad, belleza son hermanas y aliadas. Con estas tres palabras tan hermosas no hace falta buscar otras.
La justicia consiste en vigilar para que no se haga daño a los hombres. Se le está haciendo daño a un ser humano cuando grita interiormente: “¿Por qué se me hace daño?”. Se equivoca a menudo, en cuanto intenta darse cuenta de qué mal sufre, quién se lo inflige, por qué se le inflige. Pero el grito es infalible.
El otro grito que se oye a menudo: “¿Por qué el otro tiene más que yo?”, se refiere al derecho. Hay que aprender a distinguir los dos gritos y hacer que se acalle el segundo tanto cuanto se pueda, con la menor brutalidad posible, echando mano de un código, de tribunales ordinarios, y de la policía. Para formar espíritus capaces de resolver problemas pertenecientes a ese ámbito, basta la Facultad de Derecho.
Pero el grito “¿Por qué se me hace daño?” plantea problemas muy diferentes, para los que es indispensable el espíritu de la verdad, de la justicia y del amor.
En toda alma humana asciende continuamente la petición de que no se le haga daño. El texto de Pater dirige esa petición del mal a la parte eterna de un alma que ha entrado en contacto real y directo con él. El resto del alma, y el alma entera para cualquiera que no ha recibido la gracia del contacto real y directo con Dios, está abandonada a los quereres de los hombres y al azar de las circunstancias.
Por eso, son los hombres que tiene que vigilar que no se les haga daño a los hombres.
Si se le hace daño a alguien, el mal penetra verdaderamente en él; no solo el dolor, el sufrimiento, sino el horror mismo del mal. Del mismo modo que los hombres tienen el poder de transmitirse el bien unos a otros, también tienen el poder de transmitirse el mal. Se le puede transmitir el mal a un ser humano adulándolo, proporcionándole bienestar, placeres; pero lo más corriente es que los hombres transmitan el mal a los hombres haciéndoles daño.
La Sabiduría eterna, sin embargo, no deja al alma humana enteramente a merced del azar de los acontecimientos y del querer de los hombres. El mal infligido desde fuera a un ser humano, bajo forma de herida, exaspera el deseo de bien y suscita automáticamente la posibilidad de un remedio. Cuando la herida ha penetrado profundamente, el bien deseado es el bien perfectamente puro. La parte del alma que pregunta: “¿Por qué se me hace daño?” es la parte profunda que en todo ser humano, incluso el más envilecido, ha permanecido desde la primera infancia intacta y perfectamente inocente.
Preservar la justicia, proteger a los hombres de todo mal, es ante todo impedir que se les haga daño. Para aquellos a quienes se ha hecho daño, es borrar las consecuencias materiales, poner a las víctimas en una situación en que la herida, si no se ha hecho muy profunda, sea curada naturalmente gracias al bienestar. Pero para aquellos a quienes la herida ha desgarrado toda el alma, es además y ante todo calmar la sed dándoles de beber el bien perfectamente puro.
Puede existir la obligación de infligir el mal para suscitar esa sed y así colmarla. En eso consiste el castigo. Los que se han vuelto ajenos al bien, hasta el punto de que intentan extender el mal a su alrededor, solo pueden ser reintegrados al bien inflingiéndoles un mal. Hay que inflingírselo hasta que en el fondo de ellos mismos se despierte la voz perfectamente inocente que dice con asombro “¿Por qué se me hace daño?”. Esta parte inocente del alma del criminal tiene que recibir alimento y tiene que crecer, hasta que ella misma se constituya en tribunal en el interior del alma, para juzgar los crímenes pasados, para condenarlos y, después, con el socorro de la gracia, para perdonarlos. Entonces, la operación del castigo ha culminado; el culpable está reintegrado en el bien y debe ser pública y solemnemente reintegrado en la sociedad.
El castigo no es más que eso. Incluso la pena capital, aun cuando en sentido literal excluye la reintegración en la sociedad, no debe ser otra cosa. El castigo es únicamente el procedimiento para proporcionar bien puro a hombres que no lo desean; el arte de castigar es el arte de despertar en los criminales el deseo de bien puro mediante el dolor o incluso mediante la muerte.
Pero hemos perdido completamente incluso la noción del castigo. Ya no sabemos que consiste en proporcionar el bien. Para nosotros se limita a infligir el mal. Por este motivo hay una cosa y solo una, en la sociedad moderna, más horrible aún que el crimen, y es la justicia represiva.
Hacer de la idea de justicia represiva el móvil central en el esfuerzo de la guerra y de la rebelión es más peligroso de lo que nadie pueda imaginarse. Es necesario utilizar el miedo para disminuir la actividad criminal de los cobardes; pero es espantoso hacer de la justicia represiva, tal y como la concebimos hoy en día en nuestra ignorancia, el móvil de los héroes.
Cada vez que un hombre habla hoy en día habla de castigo, de pena, de retribución, de justicia en sentido punitivo, se trata tan solo de la venganza más rastrera.
A ese tesoro de sufrimiento y muerte violenta que Cristo ha tomado para sí y que ofrece tan a menudo a aquellos a los que ama le hacemos tan poco caso que lo arrojamos a los seres más viles a nuestros ojos, sabiendo que no la utilizarán para nada, y sin la intención de ayudarles a encontrarle alguna utilidad.
A los criminales, el castigo verdadero; a los desgraciados, a los que la desgracia ha mordido en el fondo del alma, una ayuda capaz de llevarlos a aplacar su sed en las fuentes sobrenaturales; a todos los demás un poco de bienestar, mucha belleza y la protección contra quienes les hagan el mal; en todas partes la limitación rigurosa del tumulto de las mentiras, de las propagandas y de las opiniones; el establecimiento de un silencio en el que la verdad pueda germinar y madurar; esto es lo que los hombres se merecen.
Para asegurar esto a los hombres, solo se puede contar con los seres que han pasado al otro lado de cierto límite. Se me dirá que son poco numerosos. Probablemente son escasos, pero sin embargo, no podemos contarlos; la mayoría están ocultos. Al bien puro sólo se lo envía del cielo a aquí abajo en cantidades imperceptibles, o bien a cada alma, o bien a la sociedad. “El grano de mostaza es la más pequeña de las semillas”. Proserpina solo comió un grano de granada. Una perla oculta en el fondo de un campo no es visible. No se percibe la levadura mezclada en la pasta.
Pero lo mismo que en las reacciones químicas los catalizadores o las bacterias, de las que la levadura es un ejemplo, así también en las cosas humanas las semillas imperceptibles de bien puro operan de manera decisiva por su sola presencia, si están puestas donde es preciso.
¿Cómo ponerlas donde es preciso?
Ya sería bastante si entre los que tienen la responsabilidad de mostrar al público cosas que elogiar, admirar, esperar, buscar, pedir, algunos al menos decidieran en su corazón despreciar absolutamente y sin excepción todo lo que no es el bien puro, la perfección, la verdad, la justicia, el amor.
Más todavía se haría si la mayor parte de los que detentan hoy en día parcelas de autoridad espiritual sintieran la obligación de tan solo proponer a las aspiraciones de los hombres un bien real y perfectamente puro.
Cuando se habla del poder de las palabras, se trata siempre de un poder de ilusión y error. Ahora bien, por efecto de una disposición providencial, existen determinadas palabras que, si se hace un buen uso de ellas, tienen en sí mismas la virtud de iluminar y de elevar hacia el bien. Son palabras a las que les corresponde una perfección absoluta y, para nosotros, inaprensible. La virtud de iluminación y de atracción hacia lo alto reside en esas palabras mismas, en esas palabras en cuanto tales, no en ninguna concepción. Ya que hacer un buen uso de ellas es ante todo no hacerlas corresponder ninguna concepción. Lo que expresan es inconcebible.
Dios y verdad son algunas de esas palabras. También justicia, amor, bien.
Es peligroso emplear tales palabras. Su uso es una ordalía. Para que se haga de ellas un uso legítimo es preciso, al mismo tiempo, no encerrarlas en ninguna concepción humana y adjuntarles concepciones y acciones directa y exclusivamente inspiradas por su luz. De no ser así, rápidamente todos reconocen que no son sino mentira.
Son compañeras poco confortables. Palabras como derecho, democracia y persona son más cómodas. Por eso las prefieren naturalmente quienes, incluso con buenas intenciones, han asumido funciones públicas. Las funciones públicas no tienen otro sentido que la posibilidad de hacer el bien a los hombres, y quienes las asumen con buena intención quieren distribuir el bien sobre sus contemporáneos; pero generalmente cometen el error de creer que primero podrán ellos mismos comprarlo a la baja.
Las palabras de la región mediana, derecho, democracia, persona, son de uso correcto en su región, la de instituciones medianas. La inspiración de la que proceden todas las instituciones, de la que ellas son como su proyección, reclama otro lenguaje.
La subordinación de la persona a lo colectivo está en la naturaleza de las cosas como la del gramo al kilogramo en una balanza. Pero una balanza puede ser tal que el kilogramo ceda ante el gramo. Basta con que uno de sus brazos sea más de mil veces más largo que el otro. La ley del equilibrio prevalece soberanamente sobre las desigualdades de peso. Pero jamás el peso inferior vencerá al peso superior sin una relación entre ellos en la que se cristalice la ley del equilibrio.
Por la misma razón la persona no puede ser protegida de lo colectivo, y la democracia no puede asegurarse más que gracias a una cristalización en la vida pública de un bien superior, que es impersonal y no tiene relación con ninguna forma política.
La palabra persona, es verdad, se aplica a menudo a Dios. Pero en el fragmento en el que Cristo les propone a los hombres a Dios mismo como modelo de una perfección que se les ordena que realicen, no solo le adjunta la imagen de una persona sino sobre todo la de un orden impersonal: “Convertíos en los hijos de vuestro Padre, el que está en los cielos, en cuanto que hace que se levante su sol sobre los malvados y los buenos, y caiga la lluvia sobre los justos y los injustos”.
Ese orden impersonal y divino del universo tiene como imagen entre nosotros la justicia, la verdad, la belleza. Nada inferior a esas cosas es digno de servir de inspiración a los hombres que aceptan morir.
Por encima de las instituciones destinadas a proteger el derecho, las personas, las libertades democráticas, hay que inventar otras destinadas a discernir y a abolir todo lo que, en la vida contemporánea, aplasta a las almas bajo la injusticia, la mentira y la fealdad.
Hay que inventarlas, pues son desconocidas, y es imposible dudar acerca de si son indispensables.
(Simone Weil, en Escritos de Londres y Últimas Cartas. Editorial Trotta. 2000)

2 comentarios sobre “LA PERSONA Y LO SAGRADO (Simone Weil)”

  1. Celebro tu retorno, David.
    Un artículo tan largo daba para al menos tres, porque realmente es excelente y merece ser leído.
    Nuestra fuente de respeto es impersonal, pero sólo su reconocimiento personal llega a nuestro campo emocional haciendo surgir sentimientos de identidad, conmiseración, empatía, amor.
    Sólo cuando nos sentimos compartiendo naturaleza, iguales en derechos o merecimientos personales podemos superar la tendencia opuesta de nuestro cerebro reptiliano.
    Pero, cuando se supera, se nos abre todo un mundo de sensaciones, vivencias, paz, disfrute de encantos escondidos, armonía, descubrimientos que vuelven nuevo y ponen en su lugar las manifestaciones de la realidad más cotidiana.
    Un abrazo, David.

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