La tercera fuerza en el pensamiento del XVII

Hacía tiempo que no retomaba el Proyecto Umin, antes de vacaciones no está de más dedicar unas líneas a algo que me ronda por la cabeza pero que desconozco como terminará. Este proyecto se lo debo completamente a una persona que guardo en mi corazón: Fernando Conde Torrens y a su investigación sobre las raíces del cristianismo que se puede encontrar en su blog. Gracias a sus conocimientos – que puso al alcance de cualquier persona – un mundo distinto se abrió ante mí, empecé a descubrir una forma nueva de mirar a la historia de la humanidad.

Para este post me basaré como otras veces en el libro “IDEAS: Historia Intelectual de la Humanidad”. Durante muchos siglos el pueblo católico conocía el dogma de fe a través de las verdades supuestamente reveladas que la Iglesia iba dando a conocer ya que el estudio de la Biblia estaba reservada al ámbito de los eruditos y teólogos, pero algo cambió a partir de la década del 1520, las traducciones de la Biblia a las lenguas vernáculas acercaron las Escrituras a las masas y desde entonces la gente empezó a discrepar, comenzó a tomar importancia tanto lo que no se decía en las Escrituras como lo que sí. A finales del siglo XVI se habían descubierto tal cantidad de contradicciones e inconsistencias, y habían surgido tantas sectas y puntos de vista teológicos al respecto que se hacía casi imposible decidir cuál era la verdadera fe.

Biblia Iluminada

En el siglo XVII apareció lo que vino a denominarse la tercera fuerza en el pensamiento de ese siglo, fue el crecimiento de la duda que recorrió cuatro fases o etapas: el supernaturalismo racionalista, el deísmo, el escepticismo y el ateísmo desarrollado.

En la primera etapa se sostenían ideas sobre la religión y en particular sobre el cristianismo que consideraban que las religiones eran un conjunto de proposiciones racionales que debían apoyarse en la lógica. Dentro de los supernaturalistas racionalistas estaba John Locke que creía que el cristianismo era una religión muy razonable, sostenía que los milagros podían estar por encima de la razón pero no contrarios a ella. La revelación verdadera tenía que ajustarse o coincidir con la razón.

John Locke

En la etapa deísta los que seguían esta corriente creían en Dios pero no en Jesucristo, opinaban que la religión no necesitaba apoyarse en milagros y profecías, además la mayoría iban en contra del clero y de la idea de intercesión. Esta idea colocaba al clero entre Dios y el hombre, y permitía a los sacerdotes unos privilegios que no estaban reproducidos en las Escrituras. El deísta más conocido fue Voltaire, consideraba que los milagros eran fraudes y que la Biblia no era un libro sagrado, para este filósofo francés el cristianismo sólo estaba justificado para las clases más bajas como mecanismo de cohesión social, pero las clases altas y educadas debían seguir el gran libro de la naturaleza, escrito y sellado por Dios. Otro deísta fue Jean Jacques Rousseau que quería que el deísmo fuera la religión civil de Francia, una religión preocupada por la justicia y la caridad hacia el prójimo.

Voltaire

Del deísmo se pasó al escepticismo, estos pensaban que las creencias religiosas y sus libros se basan en la ignorancia y que eran material inútil. Esto eran lo que pensaban personajes como Thomas Hobbes, Pierre Bayle y David Hume, entre otros. Hume decía que la concepción antropomórfica de la divinidad era absurda: “No podemos conocer el todo a partir del conocimiento de una parte, ¿o acaso el conocer una hoja nos dice algo sobre lo que es un árbol?”.

David Hume

Los escépticos no afirmaban categóricamente que no creían en Dios, esto se dio en la cuarta etapa, con el ateísmo desarrollado que también eran llamados mecanicistas porque creían en un universo mecánico. Estos afirmaban que los conceptos de Dios y de lo sobrenatural eran invención del hombre primitivo que no entendía los fenómenos naturales y defendían que una moral aceptable no tenía que depender necesariamente de una religión, esto es lo que decía por ejemplo el alemán Paul Henry.

Con todo ello, los ataques a la verdad bíblica proliferaban y pusieron en un gran aprieto a la cúpula clerical, se produjo un declive en la fe y se estimuló una nueva forma de entender el mundo. A principios del siglo XIX el estudio del Nuevo Testamento fue el tema central de los eruditos y esta investigación llevó incluso a cuestionar la existencia de Jesus como personaje histórico, haciendo temblar los cimientos del cristianismo. He aquí que llegamos a un auténtico misil a la línea de flotación de esta religión: la obra “La vida de Jesús, examen crítico” de David Straus en 1835, pero eso será otro día.

David Strauss

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