En 1890 el humanista Rafael Altamira acaba su tesis doctoral «Historia de la propiedad comunal», dirigida por el historiador Gumersindo de Azcárate. En el capítulo «Las doctrinas económicas del cristianismo» se explica que en buena parte la base doctrinal del comunal es la comunidad de bienes que aparece en el libro “Hechos de los Apóstoles”. Esto fue recordado por Félix Rodrigo Mora en su charla «De camino hacia una sociedad nueva, con un modelo probado durante siglos» que se celebró en Camps (Fonollosa). He encontrado el libro digitalizado, trascribo a continuación dicho capítulo.
HISTORIA DE LA PROPIEDAD COMUNAL – LAS DOCTRINAS ECONÓMICAS DEL CRISTIANISMO:
Varias razones hay que llevan al estudio de las doctrinas comunistas de los cristianos. La primera es, que la historia de una institución, que representa siempre una idea, comprende también la Historia del pensamiento que a ella se refiere: no ya sólo porque la idea es parte de la vida tanto como las acciones exteriores, sino porque la produce de si, desde el punto en que, dominando a la inteligencia, la ponen los hombres en amor de su sentimiento, en deseo de su voluntad y en total elemento de su conciencia reflexiva.
Ya decía Jesús: «lo que mancha al hombre es lo que sale del hombre, porque del interior del corazón de los hombres es de donde salen los malos pensamientos…» Hubo, además, realmente, práctica del comunismo entre los cristianos; y se ha dado demasiada importancia a este punto, que en verdad la tiene, sobre todo por las consecuencias originadas, para que sea permitido, aun rompiendo con toda otra consideración, el pasarlo por alto. . .
Preciso es no ver el Cristianismo-para adquirir cierto sentido de su historia-como hecho aislado, nacido ex nihilo, con una solución de continuidad respecto de los hechos anteriores y coetáneos, ni como producido de una vez, con la unidad y cuerpo de doctrina estadizo con que hoy se nos ofrece. Prodújose la doctrina en un tiempo de verdadera revolución social, muy cerca de la región que era entonces núcleo de un renacimiento de cultura y de vida extraordinario, y en un pueblo que estaba en plena germinación de doctrinas, escuelas y sectas-la de Judá, la de Juan, los essenios, fariseos, etcétera -obedeciendo todas ellas a dos principios que se enlazan: 1.° El mesianismo; 2.° La revolución social de pobres contra ricos; es decir bajo el primero, un movimiento nacionalista, y dentro de él, un segundo movimiento interior, que procedía de la época de los profetas Enoch, Amós é Isaías.
Recuérdese la desigualdad a que habían llegado los hebreos, por el olvido de la antigua organización y el desuso de las reglas de vida a ella inherentes. El egoísmo y la avaricia dominaban, y el mal venía de antiguo. No hay sino leer los textos de los profetas, mantenedores de las tradiciones y penetrados de un alto sentido político y social que escapaba a sus contemporáneos. Isaías truena contra los acumuladores de propiedad, «que se hacen así los solos dueños de la tierra» (c. v, ver. 8); Amós se pronuncia contra la soberbia é injusticia de los ricos, bien manifiesta (cap. n y especialmente vers. 6 a 8), y lo mismo se repite en otros pasajes de la Biblia. El sentimiento contra los ricos lleva a concebir a Dios como el vengador de los pobres, y esta idea es mantenida en la época de Jesús, por muchas sectas.
Los essenios vivían en comunidades rurales, dedicados a la agricultura «y a la fabricación de objetos de primera necesidad». «No tenían esclavos y consideraban la esclavitud como impía y contraria a la naturaleza.- Despreciaban las riquezas, no acumulaban el oro ni la plata, aprendían a contentarse con poco. – Sus bienes eran comunes y administrados por ecónomos. Los miembros de esta sociedad vivían generalmente bajo un mismo techo «y al ser recibidos los novicios, la entregaban sus bienes».- Para ellos consistía la virtud en la abstinencia y la mortificación de las pasiones, y la fuente fecunda que sostiene esta comunidad en que la mayor parte eran célibes, es, como dice Plinio, «el arrepentimiento y el tedio del mundo», con cuyo carácter preludian la vida monástica-cristiana, así como los terapeutas inauguran el período de los anacoretas.
Tal estado de la sociedad judía, parece explicar ciertos aspectos de la doctrina de Jesús, en que se advierte una evolución o desarrollo, desde un primer momento de iniciación, hasta la exaltación de los últimos meses: y también la influencia de otras doctrinas (la de San Juan Evangelista, v. gr.). Del mismo modo se explica el sentimiento general que emana de sus predicaciones contra el rico y la riqueza misma, y el apego al pobre, al desamparado, llegando a ser un ideal la pobreza (ebionismo), y un resultado de la igualdad, la comunidad de bienes. Quizás ayudara a esto la displicente acogida que obtuvo entre los ricos y la gente de cierta posición, el carácter de sus primeros discípulos y hasta el lugar (Galilea), por la oposición entre galileos y hierosolimitanos y lo mal vistos que estaban aquéllos.
El Cristianismo, no obstante, sobrepasó mucho las doctrinas de las sectas contemporáneas. Al nacionalismo opuso el humanitarismo, al formalismo su amor espiritualista delicado (su gran concepción del Dios Padre), al egoísmo y casuismo, el desinterés, la fraternidad. Por esto (que representa su gran obra y su capital pensamiento), si se dejó influir por las corrientes dominantes en ciertos puntos, como el que tratamos, no parece haberles dado significación mayor que la de un detalle-, y si hay una doctrina ebionista (resultado en parte de su humanitarismo) y existe el hecho de una comunidad real entre los primeros cristianos, no hay una doctrina acabada y explícita sobre esto último: ni podía haberla, en rigor, pues que Jesús no predicaba un curso de economía social, como, han hecho los comunistas de nuestros días; pero es una consecuencia lógica é indeclinable de sus principios, cuya deducción no dejaron de hacer la mayor parte de los intérpretes. Así la comunidad de bienes era un resultado mixto de dos principios cristianos: 1.°, el desprecio de las riquezas; 2.°, el sentimiento de la igualdad, y ambos le prestan el carácter especialísimo que le distingue de las que hasta ahora se nos ha mostrado en la historia. Realmente es difícil de juzgar el pensamiento del Cristianismo, no sólo por lo dudosos que son muchos pasajes de los Evangelios, sino por la fina ironía que envuelven algunas palabras de Jesús, lo cual les da un sentido equívoco y difícil. Obsérvese, además, el sentido trascendente de lo terreno, hacia otra esfera y mundo (reino ideal) que llegó a expresarse en estas palabras: «Mi reino no es de este mundo»; lo cual, dejaba en perfecta indiferencia respecto a lo terreno (que era de segundo orden) y en especial a lo político existente, cuya modificación, a lo que parece, no le preocupa.
Para entender bien el alcance de las predicaciones cristianas en punto a la propiedad, debe recordarse la distinción clásica que va unida a la historia moral desde aquella época, y que recogida por el escolasticismo, tuvo su última y más perfecta expresión en la teoría kantiana de los deberes perfectos é imperfectos. La diferencia entre precepto y consejo en el credo cristiano, corresponde a esa otra de los deberes, en virtud de la cual, hay una cierta esfera de actos de que nadie puede dispensarse para llevar una vida moral, y respecto a ellos, rige el precepto: encerrándose en su ejecución la exigencia moral posible para la mayoría de los hombres. Todo lo que de aquí excede, no sabría ser impuesto como deber riguroso, dada la flaqueza de la naturaleza humana, a la cual, no puede exigirse de continuo heroísmos ni santidades; pero su cumplimiento es recomendado como regla de mayor perfección a que aspiran los escogidos. Traducido esto al lenguaje jurídico, quiere decir, con Kant, que hay cierta suma de deberes y obligaciones imprescindibles para la convivencia y el orden sociales, y éstos constituyen el derecho y son exigibles a todos- pero más allá queda todavía larga suma de deberes menos necesarios, menos debidos o perfectos, confiados a la buena voluntad de los hombres, que no están rigurosamente sujetos a su cumplimiento. Quien haya apreciado las trascendentales influencias que esta distinción ha producido en la vida del derecho y en las corrientes de su filosofía, comprenderá ahora el verdadero valor de las predicaciones cristianas en punto a la propiedad, todas las cuales, entran en la categoría de consejos o deberes imperfectos, que diríamos ahora. Excusado es decir, que para el creyente fervoroso, como para el hombre que aprecia igualmente necesarias todas las acciones buenas de la vida, ni podía tener realidad aquella distinción, ni la hoy corriente entre deberes coercibles y no coercibles: tomando la cómoda posición de no cumplir sino aquellos que por la fuerza pueden exigírsele, y creyéndose ya, con esto, cumplidor de su misión en la vida.
De todos modos, y teniendo en cuenta cierta vaguedad que lleva a dudar si el comunismo es para Jesús precepto y doctrina o mero consejo, de la lectura de los Evangelios resulta que hay una porción de ideas, las más, concordantes al sentido ebio-comunista, y algunas de significación extraña. Jesús alaba a un intendente por haber distribuido riquezas entre los pobres a costa de su señor. San Mateo en el capítulo XIII, ver. 22, truena contra el embeleso de las riquezas, y en el XIX, 21, dice aquella máxima tan repetida: «Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dalo a los pobres»; cuyo sentido ebionista se repite en el c. x, ver. 21, 29, 30, en que promete recompensa a los que dejan sus bienes y casas por Dios. La exageración del principio, que ha de llevar directamente al régimen conventual y al de los anacoretas, es mayor en San Lucas, cuyos vers. 15. y siguientes del cap, XII, se dirigen contra el apego a la propiedad y contra la avaricia, tiro que va de lleno sobre los ricos; en el v, 20, 21, se contiene la bienaventuranza de los pobres y «los que ahora tenéis hambre», y los 25, 26, predican contra los ricos codiciosos.
Fuera de las doctrinas, hallamos el comunismo practicado entre los primeros cristianos, según atestiguan el libro de los Hechos, capitulo 2.°, vers. 44, 45, 46: «Y todos los que creían estaban unidos y tenían todas las cosas comunes. – Vendían sus posesiones y haciendas y las repartían a todos, conforme a la necesidad de cada uno. -Y diariamente peroraban unánimemente en el templo: y partiendo el pan por las casas, tomaban la comida con alegría y sencillez.» La epístola 1ª a los Corintios, capítulo xi, 20, al final, habla de los ágapes o comidas en común; y San Juan, XII, 6, trae el episodio de María y Judas, administrador de la comunidad, a la que defraudaba como ladrón (ratero, escribe el obispo Amat). Otros textos repiten los mismos o análogos datos. La comunidad dura hasta el siglo II o comienzos del III, en que se relaja.
Ocupándose de esto el escritor francés M. A. Sudre, en su apreciable Historia del Comunismo ya citada, torciendo un poco el sentido de los hechos, con objeto de apropiarlos a su tesis, que es una enérgica refutación de las doctrinas comunistas modernas, y engañado por el parecido de ideas y fenómenos bien opuestos en muchos sentidos, niega rotundamente que las predicaciones evangélicas se refieran a las doctrinas comunistas, por la razón de que resalta en aquéllas «el anatema contra los actos que atentan a las dos grandes instituciones del matrimonio y de la propiedad»; ¡como si ésta no necesitara de respeto en un régimen comunal que, como el aria primitivo, «castiga con más pena los delitos contra la propiedad que el homicidio», y como si el matrimonio y la familia sólo tuvieran estabilidad y firmeza en nuestra, época individualista, en que.es tan poco satisfactorio el estado de aquellas instituciones! El principio de la legislación mosaico era el patriarcalismo, y no hacía mucho en favor de los individualistas, Jesús, no abrogando la Ley.
Ni es menos lógico usar por argumentos los errores que pudieron deslizarse, hijos del espiritualismo y sobre todo del idealismo que dominaban en las predicaciones, respecto al régimen de aquella primitiva sociedad: ni el hecho de que Jesús predicara la limosna (que no es posible sin la propiedad individual, dice Sudre), porque Jesús predicaba a un pueblo en que a la desigualdad producida de antiguo se unía fuertemente el influjo romano; ni el carácter espontáneo del abandono de los bienes que hacían los compañeros de los Apóstoles, puesto que si no era un deber, y sólo un acto meritorio, era en cambio acto indispensable para considerarse dentro de la nueva comunión. Ni es exacta, en fin, la versión que da M. Sudre del episodio de Ananías, en que las palabras de San Pedro, según se desprende de la atenta lectura de los versículos y según dice un comentador nada sospechoso, quieren decir: «¿Se te ha obligado a que vendieses tu campo; o se ha usado contigo de alguna violencia para que entregases su valor? ¿Te hemos obligado contra tu voluntad a que sigas a Jesucristo e imites su pobreza? ¿Cómo, pues, has podido escuchar a Satanás y persuadirte que engañarías al Espíritu Santo, con tu hipocresía y doblez de corazón?» Ananías es castigado no por la mentira en sí, mas porque mediante-ella quería figurar entre los cristianos sin imitar en absoluto su desprendimiento. Cierto que Jesús en ningún pasaje de sus predicaciones expone la doctrina de la comunidad speciatim, lo cual es efecto del carácter de aquéllas, bien diferentes en su intención política de las mahometanas. Aunque Meyer y Ardant afirman que «el Cristianismo no se ha presentado al mundo como sistema teológico o de filosofía moral, sino como principio universal comprendiendo en sí al hombre y a la sociedad en todas las relaciones con el mundo que les rodea», es cierto que, contra las pretensiones de los que quieren ver en él hasta un cuerpo de teorías estéticas, el Cristianismo fue puramente una doctrina teológica y moral, y no involucró, con gran elevación de idea, en sus máximas (como hizo el mahometismo), los principios de un orden político que luego ha impreso sello en el pueblo árabe.
El amor a los pobres, quienes formaban el núcleo del séquito de Jesús, y que llevó a la doctrina de que sólo ellos se han de salvar (Lucas, VI, 24, 25,) y el sentimiento de prevención contra los ricos, son elementos que se explican bien por la ocasión en que nació el Cristianismo. La bondad, la dulzura, el espiritualismo simpático de Jesús, puso lo demás, y así se llegó al desprecio absoluto de las riquezas, a la incomprensible declaración de que no debe el hombre preocuparse de lo que ha de comer o vestir: pues así como lo da Dios a los cuervos y a los lirios y a la hierba, «así a vosotros», puesto que Dios alimenta a «los cuervos que no siembran, ni siegan, ni tienen despensa ni granero». Así vino a ser completamente «lo que enseñó Jesucristo, la caridad, la terneza mutua, el desprecio de los placeres, la renuncia de las cosas terrenas», doctrina cuyos efectos habían de explanar los Santos Padres, exagerar el cenobitismo, y resucitar en toda su pureza, cuando ya la Iglesia no sólo había entrado en el sentido romanista, sino que había ayudado a su desarrollo, el exaltado y recto espíritu de San Francisco.
Desde el primer momento, él Cristianismo, que parecía deber ser genuinamente hebraico, empezó a ser griego, y a sufrir aquella serie de influencias y aquella penosa elaboración que cambió en muchos puntos su primitiva tendencia. En este período, que concluye con la aparición definida de la Iglesia católica, y mucho después, aparecen levantados por las luchas teológicas que desde luego abrieron las sectas, los Santos Padres, cuyas doctrinas respecto a la propiedad comunal, lejos de ser vagas, encierran todo un sistema y son bien categóricas. Desenvuelven así los gérmenes del Evangelio y del Antiguo Testamento, y los llevan hasta un extremo radical, expuesto sin ambages. Con ellos, Cabet, Luis Blanc y Villegarde, pueden tener pretensiones de filiación, aunque las intenciones disten mucho de los unos a los otros.
No obstante, dentro de la doctrina general de los Santos Padres, se distinguen dos tendencias opuestas, y varios matices o direcciones secundarias, que importa a la exactitud de la historia señalar.
a) DEFENSA DE LA COMUNIDAD Y ATAQUE A LA PROPIEDAD PRIVADA. 1. Se quejan del desuso de la comunidad primitiva, San Cipriano, Tertuliano y Orígenes, que excitan también a que se continúe imitando a los primeros cristianos. A comienzos del siglo III aún dura, en parte, la comunidad, y Arnobio (siglo III) señala todavía la existencia de aquella institución, que Luciano (Muerte de Peregrino) ridiculiza. Después pasó este régimen a los cenobios y monasterios, o se cambió por distribuciones de colectas.
2. Atacan la propiedad individual: San Crisóstomo, que dice: «sólo tenemos el usufructo, no siendo de nadie la propiedad, palabra vana y que carece de sentido.» – a. El rico es administrador de los bienes del pobre, y cuando no los distribuye, roba lo ajeno.» «Aunque hayas heredado tus bienes y tu padre de sus abuelos, remontando en la serie de tus antepasados, tropezarás infaliblemente con el criminal (la propiedad empieza por defraudación)». – «Los crímenes, las guerras y pleitos, nacieron cuándo se pronunciaron aquellas heladas palabras tuyo y mío.» San Ambrosio: «la tierra se hizo para ser disfrutada en común por pobres y ricos.» Llama a la propiedad usurpación. – «De todos es la tierra, no de los ricos.» – «La tierra es una propiedad también (como el aire) común para todos.» – «El derecho natural es, pues, la comunidad, y la propiedad tiene su origen en la usurpación.» Dios quiso fuese la tierra poseída en común por todos los hombres, pero la avaricia concedió el derecho de poseerla. Es ser asesino, negar a un hombre los socorros que le son debidos. (Vid. su Expos. del Ev. de San Lucas.) – San Basilio: Elogia a las naciones en que existen las comidas en común y la propiedad de la tribu y la familia.- «La sociedad perfectísima es la que excluye toda propiedad privada. Este fue el bien primitivo que se turbó por el pecado de nuestros primeros padres. El propietario privado es como el que, apoderándose de cosas comunes, se las apropia, fundándose únicamente en la ocupación.»—San Agustín: «Por derecho divino, la tierra y cuanto contiene es de Dios, y Dios formó del mismo barro al rico que al pobre: y a los dos sustenta el mismo suelo. La propiedad privada se tiene sólo por derecho humano (el derecho positivo de los emperadores).—El que pretenda ser agradable a Dios, debe amar la sociedad en común y aborrecer la propiedad.—Sólo es nuestro lo que basta para nuestro sustento y el de nuestra familia.» Es muy curioso el c. XIV del lib. vi de las Confesiones, en que se declara cómo «determina Augustino instituir el método de vida común que él y sus amigos habían de observar.» «Muchos amigos—dice—que en nuestras conversaciones abominábamos las inquietudes y molestias de la vida humana, habíamos premeditado, y casi resuelto ya, el vivir apartados del bullicio de las gentes en un ocio tranquilo: lo cual habíamos trazado de tal suerte, que todo lo que tuviésemos o pudiésemos tener lo habíamos de juntar, y hacer de todos nuestros haberes una hacienda y masa común a todos nosotros, de modo que en fuerza de una sincera amistad no fuese una cosa de éste y otra de aquél, sino que de todos nuestros bienes se hiciese un cúmulo, y todo él fuese de cada uno, y todas las cosas fuesen comunes a todos. Habíamos convenido en que todos los años se habían de nombrar dos de nosotros que, como los anuales magistrados, cuidasen de todas las cosas temporales que nos fuesen necesarias y los demás gozasen de una vida sosegada y quieta. Pero luego que comenzamos a pensar si este proyecto podría subsistir, habiendo de haber mujeres en nuestra compañía (pues algunos de nosotros ya las tenían y otros queríamos tenerlas), todo aquel proyecto se nos deshizo de las manos.»
No declara el que fue santo, la razón de que la presencia de mujeres turbase sus proyectos; pero bien se ve en todo el capítulo, y especialmente en frases que hemos subrayado, que la comunidad a que se inclina Agustín, es la celibataria y estéril de los conventos. Así se preparaba por todos lados el régimen conventual, cuyo sentido y alcance, mantenidos por otro espíritu, tan lejanos estaban de los que informaron a las comunidades históricas, que si eran religiosas (culto familiar), no por esto se divorciaban de la vida y de sus cuidados y necesidades naturales.
San Clemente decía también, que «la vida en común es necesaria a los hermanos… si desean servir irreprochablemente a Dios. El uso de todas las cosas debió ser común para todos los hombres, pero hubo alguno que inicuamente hizo esto suyo, y otro aquello.»
Gregorio el Grande (siglo vi) escribía: «La tierra, de donde todos procedemos, es común. En vano se consideran inocentes los que guardan para uso privado los dones que Dios hizo comunes.»—San Jerónimo: «El que hace algo suyo es como el que ocupando un sitio en el teatro impide a los demás, o sea, apoderándose de las cosas comunes, las hace suyas por la sola ocupación.» Tiene frases muy enérgicas en las que, según el Sr. La Sala, se descubre todo un sistema. «No hay derecho para ser más rico que los demás—luego tampoco a poseer lo adquirido—ni lo heredado—ni a trasmitirlo.»
b ) SENTIMIENTO GENERAL CONTRA LOS RICOS Y LAB RIQUEZAS—San Jerónimo: «Con razón llama Dios a las riquezas injustas, porque todas vienen de iniquidad: uno no puede ganar sin que otro pierda y de aquí el proverbio: todo rico es inicuo o heredero de un inicuo.—Las riquezas nos son extrañas; no tenemos otra propiedad que la espiritual.» San Anselmo insiste sobre la iniquidad del rico.
c) EL COMUNISMO COMO IDEAL, reconociendo, por la imposición de las circunstancias, la propiedad individual.—Sentimientos de caridad y piedad. San Clemente, Salviano y Bernabé, que en forma de consejo dice: «todo lo pondrás en común.» En los sentimientos de caridad y piedad, insisten todos los Santos Padres,
d) TENDENCIA RADICAL EXAGERADA.—La propiedad sólo es de los justos: «los justos comerán el fruto del trabajo de los impíos.» (San Agustín.) Otros Padres que defienden la comunidad: Gregorio Nazianceno, Gregorio de Niza, Bernardo (siglo XII), Hilario, Teodoreto, San León, Leandro.
e) RECONOCIMIENTO DE LA PROPIEDAD INDIVIDUAL.—La defienden, sobre todo, San Pedro y San Pablo. San Crisóstomo declara la necesidad esencial de la distribución, en medidas diferentes, de las riquezas; y su comunicación luego, según los consejos de San Pablo; sentido análogo, dice el Sr. Azcárate, al armonismo de Bastiat. Lactancio llega a protestar del comunismo.
El sentido de la mayoría de los Santos Padres es tan explícito y sus palabras tan enérgicas, que no dan lugar a duda. Defienden la comunidad y atacan la propiedad individual. Atenuar esta conclusión alegando que los Santos Padres no quisieron sentar una doctrina jurídica— como si fuera necesario que un pensador dijere «voy a defender esto, creo lo otro» para formar juicio de sus ideas, no bastando el examen de su pensamiento y obras para ver en el fondo y deducir toda una teoría, aunque no en fórmulas científicas—es sacar de su sitio la cuestión. Precisamente lo más verdad del pensamiento suele ser lo que se dice cuando no hay intención especial de decirlo (lo cual limita y sujeta demasiado la idea), sino que sale a otra ocasión y viendo las cosas desde otro punto de vista. Ya proceda el influjo directamente del Evangelio, ya de Platón, de la tradición hebraica, del recuerdo de la edad de oro, etc, el hecho resulta siempre, aunque esté mezclado con cierto sentido moral: el espiritualismo que llevaba al desprecio de los bienes de lo terreno, de la Naturaleza y que por fin alcanzó al desprecio del cuidado y la higiene del cuerpo…
Prueban la realidad viva de esa doctrina de los Santos Padres:
1.° El régimen conventual, tan acentuado por San Bernardo y otros.
2.° Las comunidades de la Edad Media, que se llamaban a sí mismas evangélicas: y hoy los comunistas todos, apoyándose en textos de los Evangelios y de los Santos Padres; cuyos dos hechos demuestran que existe un principio de deducción firme de tales doctrinas en aquellos documentos. La reforma de San Francisco y la doctrina de los Papas, interpretan así el Evangelio.
Lo que hubo es que éste, como otros principios cristianos, también chocó con el modo de ser social de entonces, que ofrecía un estado arraigado y una evolución potente que arrastró a la nueva religión, mermándola en sus dogmas, y que llevó a reconocer o tolerar a varios Padres la propiedad individual existente; concluyendo por hacer de la Iglesia un cuerpo de propiedad privada acentuadísimo, fuertemente individualista y muy alejado, sin duda, de aquel desprecio de las riquezas que predicaba Jesús. Además, el principio comunista cristiano tenía, como el platónico, un vicio de origen que había de hacerlo infructífero, como se manifestó pronto en los conventos.
Tocante a éstos, nos limitamos a trasladar algunos párrafos de la obra de M. Sudre, que dan exacta idea de su carácter y de la diferencia radical de estas comunidades con las anteriormente estudiadas, a la vez que ponen en claro el error fundamental que envolvían.
«No buscaron los monjes en la vida común—dice M. Sudre—los goces materiales. Fue, al contrario, para ellos, un medio de imponerse a si mismos las privaciones más crueles y las pruebas más rigurosas. El ascetismo era el principio y fin de la vida monástica.» Jesús había exhortado a sus discípulos a despreciar las cosas de esta tierra… «En medio de la corrupción pagana había hecho el elogio del celibato. A trescientos años de intervalo y bajo el imperio de la cruz triunfante, creyeron los monjes deber observar con todo rigor estos preceptos, darlos en época muy diferente y a hombres investidos de la alta misión de propagadores del Evangelio. Hicieron, pues, voto de pobreza y de castidad, pusieron sus bienes en común, se consagraron a la contemplación y a la oración, aislándose completamente del mundo.—Prolongados ayunos, vigilias, flagelaciones, privaciones, fueron a sus ojos los más seguros medios de ganar la eterna felicidad. Olvidar que se era padre, hijo, esposo o hermano, aislarse completamente de la familia, de su país, de la humanidad, llegó a ser la condición de la vida perfecta.
»Los primeros habitantes de los monasterios, se dedicaban a trabajos manuales; algunas Órdenes fundadas en la Edad Media, se consagraron al cultivo de la tierra y a roturar terrenos montuosos. Pero la mayor parte de las Ordenes monásticas, no conocieron estos hábitos laboriosos o renunciaron a ellos. Vivieron algunas de limosnas, en una santa ociosidad: la mayor parte halló, en bienes aportados por los novicios o en las liberalidades de los legos, la fuente de abundantes rentas. Durante la Edad Media, se enriquecieron inmensamente algunos conventos: se elevaron sus abades al rango de señores feudales, y muchos de entre ellos marcharon a la par de sus soberanos.»
Acierta M. Sudre cuando dice que el ejemplo de los pitagóricos y de los essenios, como el desarrollo y larga existencia de las comunidades cristianas, nada prueban en favor de la aplicación de las teorías del moderno comunismo. Existen, en efecto, profundas diferencias entre el principio de aquellas teorías (y el que informaba a las comunidades de tribu y familia, debe añadirse), y el que inspiró las asociaciones filosóficas y religiosas cuyo cuadro hemos trazado.
La comunidad antigua tiene un fundamento religioso-genético, pero vive en el mundo, abierta a todas las actividades, cuidadosa de todos los fines, proveyendo de medios para la satisfacción cumplida é igual de las necesidades de sus componentes; fúndase en un principio, que es de vida y de humanidad: el parentesco y la familia, el sentido de origen y de raza; al paso que las comunidades religiosas «tenían por principio el ascetismo, es decir, la renuncia de los goces corporales: condenaban los placeres, reducían las necesidades, sofocaban las pasiones, santificaban las privaciones y los sufrimientos. El fin a que aspiraban era la perfección moral, la piedad trascendental, la santidad del alma. No era para sus miembros la vida común sino un medio de desligarse más completamente de las cosas terrenas y de concentrar sus facultades sobre las celestes». Así forman un paréntesis en el cuadro de nuestra historia esas singulares comunidades que, además, perdieron bien pronto los caracteres y el desinterés que hemos notado.
«No resolvieron las comunidades religiosas—concluye Sudre—el problema de la abolición absoluta de la propiedad (individual), ni el de la producción en común de los objetos necesarios a la vida. Se hallaban colocadas en medio de la gran sociedad, fundada sobre el principio de la propiedad (privada), y no se sostenían sino merced a su apoyo, consideradas por la sociedad civil como personas jurídicas. Fueron propietarias y subsistieron en general del fruto de un trabajo extraño, percibido a título ya de renta, de diezmo o de censo, ya a título de limosna.»
Con esto se evidencia también el influjo real que tuvo el Cristianismo en la vida jurídica. La situación de los cristianos en los primeros siglos, la misma de la Iglesia durante buen tiempo después de la protección de los emperadores, y el carácter desligado de la política que se quiso imprimir a la doctrina evangélica, hicieron que su influjo en el derecho romano fuese muy pobre.
No tenía el Cristianismo ningún sistema jurídico, ninguna doctrina formal de derecho (salvo tendencias que buscaban otros medios de realizarse), que oponer al organismo formado y concluido del derecho romano, y fue arrastrado por éste. Cuando una evolución comienza, aunque halle otras en el camino, sigue por mucho tiempo su dirección inicial sin modificarse, y nunca, por más que llegue a variar algo su modalidad, varía el fondo del movimiento, lo que constituye su carácter propio. Estaba demasiado hecho y determinado en sus líneas el derecho de los pretores y de los jurisconsultos; tenía demasiada fuerza de impulsión, para que pudiese torcerlo el choque con una doctrina que no era resultado de labor científica, afirmada por el tiempo y la concurrencia de muchos esfuerzos, pues que no tuvo en sus principios semejante intención. Así que la Iglesia, a pesar de todas sus tradiciones, recibió el derecho romano, y fue su mantenedora durante la Edad Media: favoreciendo la corriente individualista, aunque ella señalaba el único lazo de unión de los pueblos, introduciendo el testamento contra el sentido germano, entrando de lleno en el feudalismo sus ministros como vasallos y como señores, y constituyendo un centro de propiedad acumulada que llegó a ser excesiva.
Frente a la familia, a la unidad del grupo y al sentimiento del parentesco, el efecto del Cristianismo y su papel eran otros. La familia romana, al sobrevenir la disolución del Imperio, estaba en completa disgregación. El antiguo estado familiar no existía; todos sus miembros, afirmando su personalidad de un modo vigoroso y anárquico, se habían emancipado. Ni el padre era el pater de las Doce Tablas, ni el hijo acudía a la celebración, ante el ara de los lares, del culto familiar. Cada individuo tenía, no sólo su derecho, su libertad, sino su peculio, su dominio privado, su egoísmo legislado y definido. Ni la mujer, ni los hijos, ni el padre, sabían ya nada de aquella familia patriarcal primitiva, que unía a todos, sin mermar las necesidades de ninguno.
Frente a semejante estado social, aparecían los pueblos bárbaros como representantes del concepto y de los sentimientos sociales de unión, de solidaridad, que rebajan un poco el libérrimo individualismo soñado por los historiadores del siglo XVIII. Las relaciones entre unos miembros y otros, subsisten, porque si la tribu se disuelve poco a poco, la familia continúa vigorosa, hace vivir su organización y sentido en la Edad Media, pugna por sobreponerlo al romano, y vivifica las asociaciones familiares, típicas de aquellos tiempos. Este es el valor del principio germano para nuestro punto particular de vista. De los romanos no había que esperar nada que fuese social, si no era el férreo yugo de su administración, opresiva aun después de los cuidados que parece tomar para conocer la necesidades de cada provincia. Sólo en éstas, en la población indígena—en España, lejos de las costas; en Britania, más allá de la banda de tierra en que lucían las quintas romanas de recreo, y en gran parte de Galia,—la civilización tradicional continuaba. Era preciso que llegase la arroyada germana para reverdecer la personalidad de los pueblos, sojuzgados, pero no siempre tranquilos. Gracias a ella, y contra la asimilación del derecho romano que favorecía la Iglesia, se mantuvo el principio comunal. En esto sí tuvo influjo disgregador la Iglesia; pero no principalmente por la división religiosa que vino a introducir en la familia pagana, como sostiene Hearn, sino por la introducción de un derecho nuevo y, en lo tocante a la propiedad, individualista.
Y sin embargo, es tal la fuerza de los tiempos, que la Iglesia tuvo comunidades de colonos y de siervos bajo su dominio; aunque el sentido privativo y absoluto de éste, hubo de predominar. En tal situación y con estos elementos, comienza la labor constructiva de la Edad Media, en que tan extrañas modificaciones había de sufrir la organización comunal independiente, al contacto del feudalismo que se constituía.
Me ha encantado volver a leerte, David, igual que conoceros a unas cuantas personas en Fonollosa, escuchando a Félix. La verdad es que la lectura de «Hechos de los Apóstoles» es inaplazable. Un abrazo.
Hola José Mº, lo mismo digo, fue una alegría inmensa conoceros en persona.
He de decir que no soy creyente, aunque valoro muchísimo la cosmovisión cristiana y su mensaje de amor que fue decisivo para construir la sociedad alto-medieval. Es cierto que el poder eclesiástico cometió excesos, como todo poder vertical, pero una cosa es el cristianismo y otra la Iglesia. Tengo para mi, que ese odio al cristianismo que se dio a partir de las revoluciones burguesas y después con la izquierda, fue crucial para el desarrollo del individualismo y el capitalismo, porque una sociedad de ayuda mutua y de amor es incompatible con la competencia y el interés particular, hoy instalados en la modernidad.
Un abrazo.