El discurso historiográfico

Algunos de los que divulgan la historia de la humanidad, especialmente cuando tratan de la Edad Media en adelante, muestran un profundo desprecio por las clases populares, hablan muy de pasada de los bienes comunales y de la ayuda mutua de las comunidades rurales – si es que se dignan a mencionar algo – y no se pronuncian ante el cercamiento de tierras comunales y otras medidas privatizadoras como la desamortización del XIX. Para ellos las protestas y sublevaciones del pueblo responden a un espíritu reaccionario que está en contra de ese mito del progreso que nos han grabado a fuego en nuestras mentes. Realmente no son divulgadores de la historia popular, sino de la historia de la élite, a la cual veneran en la sombra y se unen a ella en cuerpo y espíritu para dirigir a las masas mediante cantos de sirena con el fin de integrarlos en su sistema.

Lo cierto es que durante muchos siglos las normas legítimas que seguían las clases populares eran creadas por ellas mismas dentro de su cultura consuetudinaria y no eran idénticas a las que proclaman la Iglesia o la autoridad ilegítima. Como dice Edward Palmer Thompson, “se definen dentro de la cultura plebeya misma. De aquí que tengamos una cultura consuetudinaria que en sus operaciones cotidianas no se halla sujeta a la dominación ideológica de los gobernantes… … De aquí una de las paradojas características del siglo XVIII en Inglaterra: tenemos una cultura tradicional rebelde. No pocas veces, la cultura conservadora de la plebe se resiste, en nombre de la costumbre, a las racionalizaciones e innovaciones económicas (tales como el cercamiento de tierras, la disciplina de trabajo, los mercados de grano «libres» y no regulados) que pretenden imponer los gobernantes, los comerciantes o los patronos. La innovación es más evidente en la cúspide de la sociedad que en sus capas inferiores, pero, dado que esta innovación no es ningún proceso tecnológico-sociológico sin normas y neutral («modernización», «racionalización»), sino que es la innovación del proceso capitalista, la mayoría de las veces la plebe la experimenta bajo la forma de la explotación, o de la expropiación de derechos de usufructo acostumbrados, o la alteración violenta de pautas de trabajo y ocio que para ella eran valiosas. Por consiguiente, la cultura plebeya es rebelde, pero su rebeldía es en defensa de la costumbre. Las costumbres que se defienden son las propias del pueblo, y, de hecho, algunas de ellas se basan en reivindicaciones bastante recientes en la práctica.”

Rosa Congost en uno de sus estudios sobre la privatización de los bienes comunales de Llagostera lo deja claro al final de su texto. En este estudio por un lado tenemos a la oligarquía local partidaria de la privatización y de las ideas ilustradas del interés particular y del progreso industrial, que primero fueron adoptadas por el liberalismo y después por la izquierda. Por otro lado tenemos a los vecinos de Llagostera (que se autodenominan patriotas de Llagostera) que luchan por conservar los bienes comunales de los cuales dependen para vivir:

“El lector puede y debe pararse a reflexionar. ¿Con cuál de los argumentos expuestos se siente más cómodo? ¿Con el argumento de los hacendados de Llagostera que, en nombre de las luces del siglo, intenta acallar las reivindicaciones del pueblo calificándolas de «anacrónicas» y propias del «feudalismo»? ¿O bien con el argumento de los «patriotas de Llagostera», que conciben el progreso como una forma de «descubrir los enredos y las tramas de los poderosos», es decir, como un proceso realmente «liberador» de la mayoría? Sabemos que en el caso de Llagostera y otros muchos, fueron los primeros los que lograron imponer sus reglas.

Pero resulta preocupante que el discurso historiográfico haya aceptado de un modo tan rotundo sus tesis, proclamando a los cuatro vientos que la revolución liberal liberó al pueblo del feudalismo —y por lo tanto significó progreso— y haya tendido a «olvidar» o a «condenar» —por arcaicas, por retrógradas— las luchas y las reivindicaciones de los otros.”

Os animo a que profundicéis en esa historia popular, porque la otra, la de la élite, reyes incluidos, ya nos la han enseñado y siguen enseñando hasta la saciedad. Uno de los triunfos del sistema es hacernos olvidar que hubo una vez que el pueblo se regía por sus propias normas y era consciente de la ilegitimidad de las leyes que les imponían los «patricios». Sin embargo hoy hemos hecho nuestro un sistema que no nos pertenece y le llamamos democracia parlamentaria.

“Siempre fue un problema explicar los bienes comunales con categorías capitalistas. Había algo molesto en ellos. Su existencia misma inducía a hacer preguntas acerca del origen de la propiedad y acerca del derecho histórico a la tierra” ( E.P. Thompson – «Costumbres en común» – pg 185 )

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